domingo, 8 de febrero de 2009

Donaires de antaño

―¡Jóven, súbase al taxi o les doblo la multa!
Y obedecí porque vi en su mirada la inherente invalidez por razonar. Y es que al ver la expresión del taxista enfrentando una multa y por ende perder un dinero ganado con muchos esfuerzos sentí necesario salir y explicar lo ocurrido.
― Oficial… Fui yo quien la abrió. Yo decidí abrir la puerta por mi propia voluntad.
Pero sólo recibí aquel ultimátum y un nuevo pliegue de angustia en la cara de un taxista que durante todo el trayecto sólo había articulado palabras austeras de desgana y pesimismo: que el gobierno, que las deudas, que los precios, que los pocos pasajeros. Puras diatribas urbanas. Me había bajado por la misma portezuela de la izquierda, la que jamás debe abrirse. Sé que no hay pretexto pues la norma salvaguarda al pasajero, sólo comparto que sí avizoré que no hubiese peligro, y efectivamente no había auto en camino, así que al mirar a la anciana en su estéril progreso en abrir la manija del lado derecho, no dudé en abrir mi puerta y dejar que la joven de en medio que deseaba bajar lo hiciese por la puerta inapropiada en un par de segundos y yo retornara a mi asiento en un ínfimo lapso. Todo fue coordinado sin diálogo previo, como si una mirada detonará de pronto el sentido común y así en un chispazo los cuerpos ejercieran su albedrío de movimiento para redimir a unas débiles manos que infructuosamente encausaban su afán en abrir la terrible manija de una puerta que no cooperaba en librar su cerrojo. Todo resultó perfecto, salvo que de pronto arribó una patrulla encendiendo sus luces.
Ya en mi asiento volteé a ver el rostro de aquella longeva mujer y al cruzar las miradas no pude más que obsequiarle una franca sonrisa que devolvió de inmediato. Ya había desistido de halar la manija y ahora tal vez ni siquiera sabía del conflicto a la espalda del taxi. Unos segundos después fui testigo de cómo el taxista pagaba su multa de forma instantánea, pues por la inercia del caso volví mi vista hacia atrás en el justo momento en que el taxista alargaba un billete a la mano corrupta de uno de los policías mientras el otro oficial devolvía el documento. ¿Pediría factura? ¿Contarán las unidades con caja registradora y el implemento del boucher? No espero respuestas. Una vez ya en su lugar el chofer intentó reanudar sus enconos agrestes, pero antes de emanar sus aspavientos puse en su mano un billete gemelo del que se había despegado con tanta zozobra. Entonces cambió su expresión descompuesta a una sana expresión de chofer indulgente y en todo el camino fue un nuevo taxista; ahora era afable, festivo, optimista, ahora era ya un pajarero al volante. Y entiendo perfecto que al recobrar su dinero a los pocos segundos de haberlo perdido le hicieron mudar su talante irritado por un sosegado perfil que impregnó todo el taxi de un plácido entorno, pero no subsané ese billete por él, ni por las mismas secuelas que pudiese arrojarle el haberlo perdido, sino por ella, por dignificar mi gesto, mi amabilidad con ella. Porque con ese dinero ―suficiente apenas para comprar cinco diarios ― no se paga el placer de brindar a una dama un donaire de antaño.
Pero aquí no ha acabado la historia, pues el mismo día al tomar otro taxi para retornar a casa sucedió otro incidente. Esta vez nadie abrió puerta alguna, no hubo multa ni ceños fruncidos. Fue justo enfrente del gran hospital adyacente a un edificio de Issstecali. Llegamos al alto cuando una mujer que cruzaba la calle de forma muy lenta recibió una expresión de disgusto por parte de un patán apresurado en un auto paralelo al taxi.
― ¡Muy buena… pero muy lenta!
Sentí enormes deseos de correr y romperle algún hueso. ¿Cómo es posible que alguien se atreva a afrentar a un humano que sale entristecido de un territorio donde lo mismo acontecen sentencias de muerte que el prólogo puro de una nueva vida? ¿Es que nadie observó el que en las manos de aquella mujer se encontraba ese clásico sobre donde se porta el resultado de un estudio? ¿Por qué esa barbarie arrojada a una dama cuyo única falta (que nunca lo es) es cruzar una calle con lánguidos pasos? Yo nunca olvido que hace justo veinte años en ese lugar falleció mi abuelo, mi bisabuela y seguro muchísima gente. Es ahí en ese espacio con olor a asepsia y a estertor humano donde doctor y paciente comparten la cábala humana de asir y alejar la dolencia de un cuerpo jamás adiestrado a ampararse perfecto. Es ahí donde se abre ese sobre y se expresa ese código frío de endémicos verbos. Haber increpado a esa dama es haber incidido en una falta de respeto irracional, una absoluta y total apatía al vital humanismo, una vil maledicencia que padecen y enuncian aquellos inaptos a guardar las atenciones y civismos.
Papiloma humano, cáncer cérvico uterino, cáncer de mama, cualquier resultado maligno instituye enfrentarse un ambiente de angustia y congoja que precede a aceptar y afrontar dichos males. Antes de atreverse a lanzar vilipendios se debe tener muy presente que así como en cada sala, en cada pasillo, en cada rincón de cualquier hospital se exige un ambiente de paz, discreción y sigilo, también en las calles y edificios circundantes se puede leer la palabra “silencio”.
Más allá de cualquier resultado acogido en un sobre uno debe tener el recato inherente que dicte la buena costumbre y el sano humanismo. Ojala que ese sobre tuviese excelentes noticias. Yo espero que lejos de ser una mala sentencia ese sobre tuviese un poema o una carta de amor y que fuese la causa de ese lento caminar que enaltece la hermosura de una dama.

2 comentarios:

  1. Estas enfermito? esperando q no sea nada grave....
    Saludos Guapo...a ver cuando es que te reportas....

    Oye? no hay modo que le quites esa rola de Jean Michel Jarre? se queda trabada cuando le picas a los comments...
    Es para que acaso no te comentemos nada?? suena muy estridente...

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  2. Y si, algunos choferes y entes mexicalenses pueden llegar a ser MUY patanes...

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