martes, 16 de junio de 2009
Golden Gate
La hubiese comprado pero el marco era horrible. Además vestía el short negro con el que suelo dormir y mi cartera había quedado adentro. Sólo había salido a estacionar el auto. Los puestos de venta corrían paralelos al ojo marchante, los vendedores armaban sus carpas, desplegaban las mesas y acomodaban sus cosas.
Caminé por instinto al sentir en mi rostro una fina llovizna, esa que al tocar la piel se evapora en un hálito helado que sabe a nirvana en los días de verano.
Fui ganando pasos a través de los puestos mientras se alejaba de mí la esencial intención de volver y aromar mi garganta con un café negro. La somnolencia se fue disipando, la brisa lavaba mi rostro y con ello los pasos se hacían más ligeros. Comencé a escuchar historias, los bostezos urbanos que a mueca y murmullos desgajan poco a poco el cascarón del día.
Eran casi las seis y la aurora ya ondeaba sus crines. Me adentré en la selva de los mercaderes y de pronto la vi recargada en un árbol. Se trataba de una imagen del gran Golden Gate. Me gustó su matiz ya marchito y el color del tiempo flotando en la estampa. Una gran torre emergía de las aguas desafiando la herrumbre en la arista del tiempo. Una hermosa fragata partía la pupila enterrando su palo bauprés en la fresca mañana de un hoy resarcido en ayeres. Sus velas ocultas en palos mayores y jarcias oscuras. Miles de cuerdas parecían estirar los tendones del hermoso buque que franqueaba el puente mientras las nubes cetrinas se columpiaban allá en lontananza en columpios de acero. Los primeros tirantes abrían sus esfuerzos, un primer tramo sentía la tensión recorrer sus arterias, nacía el Golden Gate.
Terminaba el primer tercio del siglo pasado y la imagen que entonces doraba en lo nuevo entendía ante mis ojos que el tiempo jamás es turista sino un peregrino atorado en su concha.
Ahí estaba el polvo en su orgía vibratoria, el sonido estoico, la mar inconsciente, la náutica brisa posando desnuda ante el “clic’ blanco y negro de una lente incapaz de entender que en su ínfima onomatopeya se aborda la inercia viaja al presente. Ni siquiera pregunté su precio, sólo tuve la corazonada de saber que entre todas las cosas no encontraría nada más que quisiese comprar y saberlo poseso. Caminé entre los puestos de ropa; vi herramienta, calzado, juguetes. Recorrí entre decenas de puestos; vi a una mujer ofreciendo tazones de avena recién arrancados del fuego. Vi al señor de los hot cakes arrojando hacia el aire las lunas de masa. Infructuosamente busqué entre las carpas la inconfundible silueta de un libro, casi al final tropecé con una maltratada enciclopedia que además de arcaica carecía de hache.
Decidí volver a casa rumiando la gran puntería en el agüero. Ya con mi café en la mano sentí despertar totalmente. El sahumerio en el líquido pardo: apenas con un toque a miel y un chisguete de leche, me dio un nuevo augurio: sería un día benigno.
Cuando volví de la tienda con el diario bajo el brazo encontré a unos marchantes justo en el centro del patio, conversaban con un familiar y al pasar los saludé con cortesía. Se trataba de una joven y su madre y un niño en carriola. Tuve la intención de seguir caminando y entrar a leer las columnas de siempre. Pero entonces oteé en el carrito y miré que el pequeño estiraba su mano rozando con sus dedos un marco del mismo color y matiz que el del puente.
Quise indagar en el acto y rodeé la carriola. Ahí estaba, lo habían comprado por cuarenta pesos.
“Lo compré por el marco” ―Explicó la señora al mirar mi abstracción en su compra.
―Es el Golden Gate, el popular puente de la costa oeste. ―Le dije mientras reanudaba el paso.
Leí el diario y revisé mi Facebook por espacio de una hora. Me asomé a la ventana y miré que los rayos del sol calcinaban las nubes y que pronto el nublado sería un cielo azul tan común como un perro en un parque. Así que pensando en que aquí los nublados no son habituales, salí a colectar los rescoldos del fresco.
Pero más que pizcar aire fresco encontré a la señora, la joven y el niño regresando del bullicio de los puestos. Y sucedió de repente, así a bocajarro me dijo: ― “Sí quieres te puedes quedar con la foto, yo lo que quiero es el marco”
Y aquí estoy, escribiendo este texto frente al Golden Gate de antaño exiliado a un papel que contiene su imagen.
Fausto Vonbonek.
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El Golden Gate es uno de esos puntos en el mundo, en los que uno no puede más que besar a su acompañante... Así que, Poeta, con tu poder del deseo lograste que llegara a ti ese cuadro... con mi poder del deseo, lograré que llegue a mi ese beso.
ResponderEliminarTe amo, Guapo... ¡Vamos al Golden Gate!
Lilyán
Lilyán, de pronto el deseo de tu beso me embriaga el recuerdo y resurge el eterno Neruda: “A veces van mis besos en esos barcos graves que corren por el mar hacia donde no llegan”. Me encanta ese verso y sentir que los nuestros sí llegan. Y que las velas del buque que trae nuestros labios irrumpan la niebla través de las horas como un mascarón del color de los besos.
ResponderEliminarSí, mi bonita. Vayamos al puente más bello del mundo y crucemos su arteria en los pasos de un beso.