martes, 4 de noviembre de 2008

Día de muertos

            Hoy visité el camposanto, fui con mis muertos a un cementerio conocido como “Valle del recuerdo”. Me bebí una cerveza entre tumbas y cruces y flores y música propia de embrujo y memoria. Llevé mi cuaderno por si el numen brotaba en las lápidas ocres y esmaltes de mármol, sin embargo todo era bullicio, sonidos humanos, guitarras, un par de acordeones, murmullos, rumores de viento. La risa y la voz de los vivos cruzaba en la faz de las múltiples flores: claveles, girasoles, coronas de rosas, cientos y cientos de cempasúchiles áureos, naranjas y amarillos rutilantes. No vi tumbas tristes, cada nicho fue aseado guardando el respeto, observé a las escobas librando del polvo las fechas y nombres. Vasijas con agua bruñían los sepulcros, desde luego había tumbas modestas, pero nunca faltaba la mano piadosa brindando una rosa, una flor de papel o una oración silenciosa.
            Mi madre se acercó en silencio, “Quiero que me escribas mi epitafío”. Pero si aún no te mueres le dije sonriendo. “Sí, pero quiero tenerlo”. Bromeé por un rato pero vi en su mirada un asomo de ruego y sentí que debía complacerla. Abrí mi cuaderno, tomé de mi cuello el bolígrafo negro y sin más le pedí me explicara su idea intentando formar un bosquejo que diera palabras al emblema ineludible de su morada final en la tierra. Juro que en ese momento sentí la que la tinta expelía mi tristeza, pero complací a madre. Y a la vez que fraguaba las letras recordé el epitafio de Miguel Hernández, el poeta de Orihuela, el infante que dejó atrás las cabras para convertirse en un vate admirado de la llamada «generación del 27», murió el 28 de marzo de 1942 victima de la tuberculosis y el horror del franquismo. Su tumba dice sólo lo siguiente: Miguel Hernández «Poeta». Él se ganó esa palabra con versos y sangre, por ello mi mente vislumbra infinito respeto por ese quinteto de letras. Inigualable epitafio. Sin embargo no pude evitar recordar a la vez el quizás más sublime de todos, se encuentra en la ciudad de México entre las tumbas gloriosas del Panteón de San Fernando. Es uno de los cementerios más antiguos y a su vez aglomera un arte mortuorio de exquisita arquitectura. Hay héroes, presidentes, ministros de estado, virreyes, arzobispos y hasta féretros ficticios. Ahí descansa el Benemérito de las Américas: Benito Juárez. Es un cementerio que ha sido nombrado monumento histórico. Y entre cientos de nichos ilustres una tumba se distingue por su epíteto de oro. Se encuentra justo al lado del sepulcro de José María Lafragua, diputado, ministro, embajador, magistrado y poeta. Nació en Puebla en 1813 y murió en la ciudad de México en 1875. Fue él quien escribió dicho epitafio. Y esa sepultura que contiene sus palabras se conoce con el nombre de “la tumba del amor”. En 1850 el apuesto ministro de Gómez Farías, de Comonfort, de Lerdo y de Juárez, llegaba puntual al altar. Su novia, la bellísima Dolores Escalante cruzaba la puerta del templo y justo en camino hacia él desplomó su mirada y cayó falleciendo al instante. Los médicos determinaron un síncope cardiaco fulminante. Lafragua escribió en sus memorias todo el contexto de un dolor indescriptible, pero nada hasta hoy se conoce, los documentos jamás se encontraron. Lo que sí se vislumbra hoy en día es el genial y doliente epitafio jamás concebido: “Llegaba ya al altar feliz esposa. Allí la hirió la muerte. Aquí reposa”.
            Y así abandoné el camposanto, con la palabra en la tumba de Hernández vibrando en mi alma; con el epíteto breve de un hombre admirable; y con un cuaderno del color del vino con lúgubres pastas encerrando el epitafio de mi madre.

Fausto Vonbonek.

1 comentario:

  1. Esta a toda madre esto acerca de Lafragua.

    Ha de haber sido TOODO un bizcocho para perder asi, de supito, el aliento....jejee

    En el mas alla tendran consuelo...

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